Ribbentropp cabalgaba de nuevo sobre los lomos tersos de su hembra.
Tantos años de sudismo y esclavitud le habían convertido en un ser normal.
El sopor cálido y húmedo de la selva en la que situó su hogar no desaparecía jamás.
Él perdía las horas musitando palabras de amor, o bien se entretenía leyendo poemas de Rimbaud o a Rómulo Gallegos.
Con un dedo recorrió todas las gotas de sudor de la espalda de aquella mujer. Se daba cuenta entonces de que en la vida no era muy importante medir 1´85.
Afuera la vida graznaba, silbaba, volaba y olía a yerba mojada. Las horas del sol no llegaban al suelo.
miércoles, 14 de febrero de 2007
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